Es una tendencia profundamente humana. Cuando vemos una tragedia, es fácil mirar el dolor ajeno y pensar que hay una causa escondida, un castigo divino, una consecuencia merecida. Buscamos una lógica que nos dé seguridad, que ponga orden en el caos y nos asegure que a nosotros no nos pasará lo mismo. Nos permite juzgar desde una distancia segura y reafirmar nuestro propio camino.
Sin embargo, en el relato de Lucas, Jesús rompe radicalmente con esa lógica. Cuando le preguntan sobre tragedias específicas —los galileos asesinados, la torre que cayó sobre inocentes—, Él no ofrece una explicación sobre las víctimas. En cambio, gira el espejo hacia quienes preguntan. Sostiene que esos eventos no son lecciones sobre la desgracia de otros, sino espejos urgentes que reflejan nuestra propia vida y la necesidad apremiante de un cambio interior.
En este contexto, la parábola de la higuera estéril no es solo una historia, sino una advertencia y una invitación. Nos ofrece lecciones profundas sobre cómo debemos entender nuestro propósito, el tiempo que se nos ha dado y la naturaleza de la gracia divina.
Esta parábola, ofrecida por Jesús como respuesta, no es una mera ilustración. Es un diagnóstico preciso de nuestra condición, articulado en tres lecciones ineludibles.
1. El dolor ajeno no es un castigo para ellos, es un llamado de atención para ti.
Jesús refuta directamente la idea de que las víctimas de una tragedia son necesariamente más pecadoras que los demás. Al mencionar a los galileos asesinados o a los que murieron en el derrumbe de la torre de Siloé, corta de raíz la especulación teológica sobre la culpa de los fallecidos. El punto, insiste, no es ese.
El verdadero giro argumental es que desvía el foco del juicio sobre los muertos hacia el examen de los vivos. La pregunta relevante no es por qué murieron ellos, sino cómo estamos viviendo nosotros. El evento trágico se convierte en un recordatorio de nuestra propia finitud y de la urgencia de reorientar nuestra existencia.
Jesús no explica el sufrimiento, lo reorienta: el verdadero peligro no está en morir inesperadamente, sino en vivir sin transformar el corazón.
Este enfoque es profundamente desafiante porque nos niega la comodidad de las explicaciones simples. Nos obliga a dejar de buscar culpables externos y a asumir la responsabilidad de nuestra propia vida espiritual.
2. La verdadera pregunta no es “por qué”, sino “¿qué fruto estás dando?”.
Justo después de advertir sobre la necesidad de un cambio interior, Jesús cuenta la parábola de la higuera. La historia es sencilla: el dueño de una viña está frustrado porque una higuera no ha dado fruto en tres años y ordena cortarla. Sin embargo, el viñador interviene, pidiendo un año más para cuidarla intensivamente, para abonarla y cavar a su alrededor, con la esperanza de que finalmente produzca.
La parábola traslada la conversación desde la especulación sobre el sufrimiento hacia la autoevaluación de nuestra productividad espiritual. El “fruto” no es otra cosa que la evidencia de un corazón transformado, de una vida con propósito y significado. La pregunta ya no es por qué suceden cosas malas, sino qué estamos haciendo con la vida que se nos ha concedido.
La parábola de la higuera se convierte entonces en una pregunta que atraviesa los siglos: ¿qué fruto estás dando?
La parábola nos sitúa directamente en el lugar del árbol, recordándonos que no hemos sido plantados para ocupar un espacio estéril, sino para participar activamente en el propósito de la viña.
3. La paciencia divina es una oportunidad, no una garantía.
La intervención del viñador es una imagen poderosa de la misericordia. Dios no arranca el árbol estéril de inmediato; lo cuida, le da otra oportunidad, espera. Esta paciencia es un regalo inmerecido, un tiempo extra concedido para el cambio. Es la gracia que nos sostiene cada día a pesar de nuestra falta de fruto.
Sin embargo, esta paciencia tiene un límite. La propuesta del viñador es por “un año más”. No es una prórroga infinita. Este detalle es crucial: el tiempo de gracia no está diseñado para fomentar la complacencia, sino para inspirar una acción urgente. Es un espacio para responder, no para seguir postergando.
La paciencia divina es una ventana, no una excusa.
Esta verdad crea una tensión saludable. Por un lado, nos sentimos sostenidos por una misericordia increíble; por otro, somos conscientes de que el tiempo para responder a esa misericordia se agota. Cada nuevo día es tanto un acto de gracia como un día menos en el calendario.
La parábola de la higuera nos recuerda que nuestra vida está suspendida entre la paciencia de Dios y la urgencia del tiempo. Cada día es un regalo de gracia, una oportunidad renovada para responder a la llamada de dar fruto, pero es también una oportunidad que se consume.
Sostenidos por la misericordia, ¿qué fruto daremos hoy antes de que sea demasiado tarde?